Era una noche como
cualquiera, no recuerdo en que mes, pero era una noche igual a tantas otras. El
frío arreciaba a esa hora en que escasea el tránsito cansado de los vehículos y
hasta las ánimas por temor permanecen en sus sepulcros.
Él, esclavo de su debilidad,
se aseguró que los bares ya hubiesen cerrado para evitar inesperados testigos.
Ella, como casi siempre, estaba a mitad de cuadra, justo en el límite entre la
acera y el asfalto. Bella, provocativa, sensual… aguardando la llegada de algún
desconocido que al menos justificara la inclemencia sufrida.
Desde la esquina la vio. En
un primer momento dudó en avanzar o solo verla y regresar. Sabía perfectamente
que una vez iniciada la marcha y ser visto, ya no podría echarse atrás. Se
aseguró por última vez la ausencia de miradas indiscretas y se dirigió a su
encuentro.
Ella lo recibió con una
amplia sonrisa y falsas palabras halagadoras. Él apenas movió la comisura de
los labios. La investigó y fue investigado. La recorrió con su mirada, pero
ella apuró sus ojos y lo miró fijamente esperando la pregunta habitual.
“Cuanto”, dijo con una voz que intentaba fingir seguridad pero a la que le era
imposible ocultar su nerviosismo. Ella, con un tono de experimentado mercader,
le contestó “dos billetes” y sembró entre los dos uno de esos silencios que
establecen una celosa distancia mientras se aguarda una respuesta. Él indagó en
su bolsillo derecho, tomó los billetes pactados y quebró el puente que le
habían tendido.
Ella fingió una sonrisa con
su respectiva dulce y tierna mirada. Le preguntó si prefería la luz mortecina
del farol público o el resguardo que ofrecían las sombras en la cercana entrada
de garaje. Él prefirió la luz. “Quiero verte”, contestó ya mucho más decidido.
“Como quieras”, recibió por lacónica respuesta.
Arrojó su goma de mascar ya
sin sabor, se acercó a él y lo besó, de una forma absoluta, profunda, total.
Casi con seguridad se podría decir que fue un beso común, rutinario y
habitual para ella… eterno y portador de todo el amor del mundo para él.
Sin cerrar los ojos, sintió que la soledad en ese instante se hacía añicos… que
el cristal que lo separaba del mundo circundante se desintegraba y caía a sus
pies.
Ella separó sus labios de los
labios de él. Él cerró los ojos un instante y volvió en sí. “Listo bebe, ya
está” fue lo primero que le escuchó decir. Supo que debía marcharse. Ella
volvió a hurgar en la calle vacía, esperando otro desconocido, otro beso, otros
dos billetes. Él regresó pisando las huellas dejadas en el camino por el cual
había llegado. Volvió a sentir frío, y puso a resguardo sus manos en los
bolsillos. Echó una última mirada a su alrededor para asegurarse no haber sido
visto. Y sin mirar hacia atrás, dobló en la esquina y se marchó.
Marcelo Posada
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